domingo, 3 de marzo de 2013

La muerte de Juan Calvario (cuento)


Ricardo Vega (R)

La madre de todas las necesidades acababa de abortar a su hijo más fervoroso. Lo evacuó, como otros tantos, sin éste terminar de consumar las ansias de llegar a ser alguien. Tres días fueron suficientes para adelgazar al extremo de llegar a pesar menos que su reflejo. Primero le restó cuarenta y cinco de sus mal pesados cincuenta kilos y después, siendo adulto, a fuerza de desgaste lo convirtió en un guiñapo cualquiera.

Pero Juan Calvario ya no existe. Ni siquiera sus recuerdos. Quizás nunca existió, pues vivió muerto.

 Que se pongan de pie todos los varones, el ejército infinito de finados de los campos santos del planeta. En atención, porque acaba de morir el muerto más muerto de todos los muertos, postrado en un rincón, en la primera fila de un concierto de ratas con los huesos en carne viva ruyido por las llagas. Ya no tendrá que visitar las funerarias para tomarse una tacita de café. No seguirá utilizando el mismo cubito de agua recogida en las alcantarillas para bajar los mismos desperdicios de pollo buceados en los zafacones por su cloaca agargantada.

Esa misma agua, con la que luchó por lavar su curtido y remendado pantalón, que cuando la utilizaba para trapear el piso de tierra de la diminuta grieta donde pernoctaba, cabía en un jarrito, que ya no tenía volumen para bañarlo, fregar los trastes o descargar el retrete.

Debió partir un 2 de noviembre, pero lo hicieron hacerlo un 29 de febrero, al clarear el martes.

El año no importa, pues desde que nació pareció muerto y desde que murió pareció igual de muerto. ¿Quién sabe cuántos años le quedó adeudando la vida? Él sin embargo, le ahorró los familiares que nunca tuvo. Al menos conocidos. Y aunque creció sin nombre, huérfano de apellidos, no le guarda rencor a su inexistencia y se atribuyó el beneficio de acorralar el mundo en recovecos, alcantarillados y callejones. Solo se sabrá un siglo después, cuando ya no sea mortal, que le llamaron Juan quizás por el semblante misericordioso de su rostro. Del apellido poco se sabe. Llegó con los años. Ni se sabrá nunca si fue por la escasa cabellera, por las condiciones que atravesaba o porque con frecuencia se quedaba dormido en el suelo del calvario, que los pobladores de Hato Mayor se lo pusieron, para que hoy el mito se encargara del resto. Nombre y apellidos fueron el único regalo gratuito que recibió en su convulsionada subsistencia.

Uno al principio y otro al final, como si con el primero abriera y con el segundo cerrara el breve capítulo de haber existido. Por todo pagó un precio cuya sumatoria es la totalidad los pesares que hoy concluyen.

En fetal disposición desde el amanecer, como siempre estuvo, lo hallaron donde en vez de la comida que mendigaba, los transeúntes convertían piedras y ofensas verbales en sus alimentos, lanzados hasta el amanecer. Sin embargo, sin ser mudo nunca respondió. Nunca regaló gesto o palabra alguna. Como tampoco hacía caso a las rabietas del clima, a los relámpagos solares, a los fortuitos aguaceros o al sereno displicente. Allí tirado, sumiso como un canino, mustio como una oja seca, únicamente la fetidez del olor revela y enaltece su presencia. Sólo, como la materia que defecaba, permanecía días, semanas y meses prolongados a siglos, decenios y lustros por el abandono. Verlo allí cortaba la respiración.

La noticia sobre su muerte le ganó la carrera a las valijas del correo público. A la locomotora que depositaba la caña en el ingenio. A la oscuridad y a la luz. Al pitido que desde el confín de una escalera de metal partía el día en dos mitades. A la propia muerte. Por eso estaba muerto. Llegó por anticipado a la cita con su desenlace final. En una milésima de segundo esa noticia también estaba muerta, desatando un nudo de pareceres, burlas y conjeturas, pocas veces salpicados de lamentos.

No encontraron mesa para tenderlo, pues se escurriría fácilmente, ni caja para velarlo por las tan complejas proporciones de su cuerpo, ni siquiera una pálida cayena para decorarlo, mucho menos una camisa blanca o mortaja negra para que entrara dignamente al cielo. ¿Quién intervendría por él ante San Pedro? 

Mientras el cadáver reclamaba dolientes y el día le entregaba a la noche su panorama más claro, atraída por la fenomenal apariencia, una mujer se le acercó. La vieron reír sin compasión. Fue entonces cuando los demás curiosos empezaron a interpretar su presencia como un envió del Demonio para negociar la entrada de Juan al infierno. Aún así, ni siquiera después de muerto alguien le regaló aunque fuera una mirada piadosa. Más tarde, al acercarse el amanecer, cuando recolectaron dos botones y le taparon las retinas con ellos, para ver si mejor lucia, lo vieron tan muerto, tan parecido a nada, que por primera y única vez dejaron caer residuos de esmero sobre su esqueleto. Fue cuando la mujer no se contuvo más y pidió una caja de arenque, pero se la trajeron de bacalao y nadie estaba dispuesto a reducirla. Cansados de las averiguaciones sobre el origen y el destino final de Juan, ya lo único que querían los presentes era deshacerse del cuerpo sin vida, antes de que la candela que iniciaría el día los achicharrara.

Antes de que las ratas regresaran en manadas a honrar sus lazos de hermandad y convivencia recíproca. Hicieron lo que pudieron.

Las tabletas que sobraron las utilizaron como pies de amigos, lo taparon sin la más mínima bendición, como si obedecieran órdenes que nadie había dado. Otras mujeres que habían ido a buscar flores sin conseguirlas en las casas vecinas, regresaron acompañadas de otras que no creían lo que veían hasta que el pordiocero muerto tuvo de moscas un gran arreglo. Pero a última hora se impuso la compasión. Le eligieron un padre, una madre, dos hermanos, cuatro tíos y seis primos y como si buscaran la manera de ahorrarse el sacrificio de cargarlo por las calles asoladas del pueblo hasta lo alto del cementerio de Punta Garza, donde se pelearía un espacio para el eterno descanso del frágil cuerpecito, aunque fuese en la fosa común o sobre el varón del cementerio.

Mejor prefirieron cavar un hueco y enterrarlo allí mismo, detrás del calvario. Quizás para honrar la precisión del mote. Lo que duraban los escasos pensamientos crédulos de los presentes se dilató cuando el cuerpo cayó al fondo de la zanja improvisada. Por primera vez en toda la historia de la humanidad los hombres lloraron abrazados como mujeres. Lo que no había podido lograr todas ellas juntas desde el Génesis hasta el Apocalipsis, lo había logrado sin proponérselo un indigente. Esa fue su único triunfo en la tierra. Aunque fuese de burla o para justificar la ironía, cuando un torbellino licuó el lugar, dejándolo en la más absoluta polvoreda. En medio de la conmoción nadie se atrevió a pedir que se hiciera la luz. Desde entonces en el barrio Villa Canto, de Hato Mayor, todo sería diferente. ¿A quién le pertenecerá el calvario ahora que Juan ya no ocupa un mísero espacio en la superficie? ¿Al soplo que regresó manso y se durmió bajo las colchones de cada uno de los moradores? ¿A su madre, la madre de todas las necesidades, que se lo estrujó precipitadamente a la tierra? ¿O a los que están dispuestos a que la semilla de los Juan Calvario renazcan vueltas prosperidad? Elegir no es difícil cuando todavía se existe.

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