Ricardo Vega (R)
La madre de
todas las necesidades acababa de abortar a su hijo más fervoroso. Lo evacuó,
como otros tantos, sin éste terminar de consumar las ansias de llegar a ser
alguien. Tres días fueron suficientes para adelgazar al extremo de llegar a pesar
menos que su reflejo. Primero le restó cuarenta y cinco de sus mal pesados
cincuenta kilos y después, siendo adulto, a fuerza de desgaste lo convirtió en
un guiñapo cualquiera.
Pero Juan
Calvario ya no existe. Ni siquiera sus recuerdos. Quizás nunca existió, pues vivió
muerto.
Que se pongan de pie todos los varones, el
ejército infinito de finados de los campos santos del planeta. En atención,
porque acaba de morir el muerto más muerto de todos los muertos, postrado en un
rincón, en la primera fila de un concierto de ratas con los huesos en carne
viva ruyido por las llagas. Ya no tendrá que visitar las funerarias para
tomarse una tacita de café. No seguirá utilizando el mismo cubito de agua
recogida en las alcantarillas para bajar los mismos desperdicios de pollo
buceados en los zafacones por su cloaca agargantada.
Esa misma agua,
con la que luchó por lavar su curtido y remendado pantalón, que cuando la
utilizaba para trapear el piso de tierra de la diminuta grieta donde pernoctaba,
cabía en un jarrito, que ya no tenía volumen para bañarlo, fregar los trastes o
descargar el retrete.
Debió partir un
2 de noviembre, pero lo hicieron hacerlo un 29 de febrero, al clarear el
martes.
El año no
importa, pues desde que nació pareció muerto y desde que murió pareció igual de
muerto. ¿Quién sabe cuántos años le quedó adeudando la vida? Él sin embargo, le
ahorró los familiares que nunca tuvo. Al menos conocidos. Y aunque creció sin
nombre, huérfano de apellidos, no le guarda rencor a su inexistencia y se
atribuyó el beneficio de acorralar el mundo en recovecos, alcantarillados y
callejones. Solo se sabrá un siglo después, cuando ya no sea mortal, que le
llamaron Juan quizás por el semblante misericordioso de su rostro. Del apellido
poco se sabe. Llegó con los años. Ni se sabrá nunca si fue por la escasa
cabellera, por las condiciones que atravesaba o porque con frecuencia se
quedaba dormido en el suelo del calvario, que los pobladores de Hato Mayor se
lo pusieron, para que hoy el mito se encargara del resto. Nombre y apellidos
fueron el único regalo gratuito que recibió en su convulsionada subsistencia.
Uno al principio
y otro al final, como si con el primero abriera y con el segundo cerrara el
breve capítulo de haber existido. Por todo pagó un precio cuya sumatoria es la
totalidad los pesares que hoy concluyen.
En fetal
disposición desde el amanecer, como siempre estuvo, lo hallaron donde en vez de
la comida que mendigaba, los transeúntes convertían piedras y ofensas verbales
en sus alimentos, lanzados hasta el amanecer. Sin embargo, sin ser mudo nunca
respondió. Nunca regaló gesto o palabra alguna. Como tampoco hacía caso a las
rabietas del clima, a los relámpagos solares, a los fortuitos aguaceros o al
sereno displicente. Allí tirado, sumiso como un canino, mustio como una oja
seca, únicamente la fetidez del olor revela y enaltece su presencia. Sólo, como
la materia que defecaba, permanecía días, semanas y meses prolongados a siglos,
decenios y lustros por el abandono. Verlo allí cortaba la respiración.
La noticia sobre
su muerte le ganó la carrera a las valijas del correo público. A la locomotora
que depositaba la caña en el ingenio. A la oscuridad y a la luz. Al pitido que
desde el confín de una escalera de metal partía el día en dos mitades. A la
propia muerte. Por eso estaba muerto. Llegó por anticipado a la cita con su
desenlace final. En una milésima de segundo esa noticia también estaba muerta,
desatando un nudo de pareceres, burlas y conjeturas, pocas veces salpicados de
lamentos.
No encontraron
mesa para tenderlo, pues se escurriría fácilmente, ni caja para velarlo por las
tan complejas proporciones de su cuerpo, ni siquiera una pálida cayena para
decorarlo, mucho menos una camisa blanca o mortaja negra para que entrara
dignamente al cielo. ¿Quién intervendría por él ante San Pedro?
Mientras el
cadáver reclamaba dolientes y el día le entregaba a la noche su panorama más
claro, atraída por la fenomenal apariencia, una mujer se le acercó. La vieron
reír sin compasión. Fue entonces cuando los demás curiosos empezaron a
interpretar su presencia como un envió del Demonio para negociar la entrada de
Juan al infierno. Aún así, ni siquiera después de muerto alguien le regaló
aunque fuera una mirada piadosa. Más tarde, al acercarse el amanecer, cuando
recolectaron dos botones y le taparon las retinas con ellos, para ver si mejor
lucia, lo vieron tan muerto, tan parecido a nada, que por primera y única vez
dejaron caer residuos de esmero sobre su esqueleto. Fue cuando la mujer no se
contuvo más y pidió una caja de arenque, pero se la trajeron de bacalao y nadie
estaba dispuesto a reducirla. Cansados de las averiguaciones sobre el origen y
el destino final de Juan, ya lo único que querían los presentes era deshacerse
del cuerpo sin vida, antes de que la candela que iniciaría el día los
achicharrara.
Antes de que las
ratas regresaran en manadas a honrar sus lazos de hermandad y convivencia
recíproca. Hicieron lo que pudieron.
Las tabletas que
sobraron las utilizaron como pies de amigos, lo taparon sin la más mínima
bendición, como si obedecieran órdenes que nadie había dado. Otras mujeres que
habían ido a buscar flores sin conseguirlas en las casas vecinas, regresaron
acompañadas de otras que no creían lo que veían hasta que el pordiocero muerto
tuvo de moscas un gran arreglo. Pero a última hora se impuso la compasión. Le
eligieron un padre, una madre, dos hermanos, cuatro tíos y seis primos y como
si buscaran la manera de ahorrarse el sacrificio de cargarlo por las calles
asoladas del pueblo hasta lo alto del cementerio de Punta Garza, donde se pelearía
un espacio para el eterno descanso del frágil cuerpecito, aunque fuese en la
fosa común o sobre el varón del cementerio.
Mejor prefirieron
cavar un hueco y enterrarlo allí mismo, detrás del calvario. Quizás para honrar
la precisión del mote. Lo que duraban los escasos pensamientos crédulos de los presentes
se dilató cuando el cuerpo cayó al fondo de la zanja improvisada. Por primera
vez en toda la historia de la humanidad los hombres lloraron abrazados como
mujeres. Lo que no había podido lograr todas ellas juntas desde el Génesis hasta
el Apocalipsis, lo había logrado sin proponérselo un indigente. Esa fue su
único triunfo en la tierra. Aunque fuese de burla o para justificar la ironía,
cuando un torbellino licuó el lugar, dejándolo en la más absoluta polvoreda. En
medio de la conmoción nadie se atrevió a pedir que se hiciera la luz. Desde
entonces en el barrio Villa Canto, de Hato Mayor, todo sería diferente. ¿A quién
le pertenecerá el calvario ahora que Juan ya no ocupa un mísero espacio en la
superficie? ¿Al soplo que regresó manso y se durmió bajo las colchones de cada
uno de los moradores? ¿A su madre, la madre de todas las necesidades, que se lo
estrujó precipitadamente a la tierra? ¿O a los que están dispuestos a que la
semilla de los Juan Calvario renazcan vueltas prosperidad? Elegir no es difícil
cuando todavía se existe.
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